Tampoco se olvida el cura de los miles de niños y hombres que, montados en carromatos para animales, llegan cada mañana recién traídos de Haití y reciben los únicos papeles que de veras hablan de su condición: una mocha, un galón de agua y, con suerte, un colchón para no dormir sobre el suelo o los alambres de las literas.«La Iglesia está aquí con ellos, para gritar a su lado», dice siempre. No pretende, como aquellos españoles llegados en carabela, conquistarles el paraíso, pero tampoco que se conviertan en espectáculo de feria de los safaris turísticos a los bateyes que organizan los hoteles. El padre es un hombre tenaz. «Vivo en este infierno porque un hombre que una tarde de viernes se dejó matar por amor sobre un duro leño, pronunció mi nombre con ternura incomprensible...Para mí estos cañaverales no son sino su gólgota de amargura, la caña cruz de todos los sufrimientos, y estos pobres son icono y figura de un Cristo roto a quien quisiera, por amor, darle la vida». Palabra del padre.
Batey, en la lengua de los taínos, los aborígenes exterminados en la antigua isla La Española, venía a significar la plaza común, el lugar de las ceremonias. Hoy resuena a gueto, a hombres esclavizados en plantaciones. El precio que cuesta cada bracero (apenas 48 euros) en la nueva trata del siglo XXI, es tan esquelético como el sueldo que reciben (alrededor de 80 euros mensuales si cortan tonelada y media al día).
http://www.elmundo.es/cronica/
0 comentarios:
Publicar un comentario